Habría que retroceder en el tiempo, hacía la época en la que se dieron los mitos fundantes de lo político en la concepción moderna, finales del XVIII. Quizá fuera Edmund Burke el primero en profetizar su importancia y pujanza, todavía era temprano, sólo era un atisbo y un alarde de perspicacia política, pero más o menos la cosa fue así:
En un discurso en la Cámara de los Comunes, Burke arremetía contra las viejas ideas conservadoras, en un determinado momento, señalando hacia la tribuna donde se solía colocar una prensa, todavía incipiente, dijo: “Ahí está el Cuarto Poder, y verán que sus miembros serán más importantes que ustedes, y se unirán en la cruzada por la libertad”. Como siempre, profético Burke, o casi.
Es un lugar común decir que un régimen de libertades es un régimen de opinión pública, un régimen que implica necesariamente la libertad de crítica al poder. Los medios de comunicación adquieren, por la misma dinámica de la situación, una función de control del poder y de sus abusos, proporcionando una información veraz e independiente, de manera que el ciudadano adquiera su propio juicio sobre la situación y obre en consecuencia. Información veraz e independiente y régimen de opinión pública, pero no régimen de opinión publicada. A nadie escapa la importancia que adquieren los medios de comunicación en las sociedades modernas, y mucho menos que a nadie al poder. Importancia como vehículos de transmisión de la información, pero sobre todo, como medios de generación de opinión. Las tensiones y relaciones, las más de las veces ilícitas, entre en poder y los medios de comunicación son tan antiguas como conocidas: intento del poder por controlar, amordazar o dirigir a los medios, pero también absorción de lo político dentro de estrategias mediáticas de control. La premonición de Burke se hizo realidad hace ya mucho, y los medios de comunicación han adquirido conciencia de su poder, un poder no constituido, pero sí detentado, a veces de forma implacable. Poder como generadores de opinión, como gestores de la realidad y como (in)formadores. Burke se equivocaba en su última afirmación, no siempre el Cuarto Poder se ha unido en la cruzada por la libertad.
Hace poco leía en un libro una encuesta realizada a periodistas de medios de comunicación norteamericanos. En ella, la mayoría de ellos, a parte de declararse políticamente como liberal (en inglés) -algo que en Europa es traducible como progresista-, declaraban que su función en la sociedad es fundamentalmente “crear un mundo mejor” y que la transmisión de la información es “secundaria o supeditada en todo caso a ese fin”. Tremendo, tiemblo al pensar en el resultado de la misma encuesta en España. Las consecuencias que se deducen de lo anterior, son como mínimo escalofriantes, porque bajo esa supeditación de lo real a lo político, o mejor, de lo real a lo ideológico, late el germen de la tiranía. Por otra parte, es cierto que la encuesta no revela nada nuevo, estamos cansados de ver cómo continuamente se generan noticias a partir de la materia prima de los hechos, cuyo cometido es reforzar determinadas concepciones de la realidad, que no pasan ser recreaciones míticas llenas de prejuicios, cómo el periodista se ve imbuido de una misión formativa –en la peor de sus acepciones- más que informativa y cómo la parcialidad y el sesgo se disfrazan de “compromiso informativo”. Tanto en Europa como en Estados Unidos, buena parte de los medios de comunicación se han erigido en portavoces y mantenedores de un ideario que, liberado ya de los corsés de una ideología finiquitada, se ha reconstituido bajo nuevas formas. Pierde el ciudadano, que está obligado a abrevar de unas fuentes que no se apartan un milímetro de la corrección política y de ese progresismo de nuevo cuño, ávido de paraísos oníricos que justifiquen prebendas y pretendidas autoridades morales. Gana ese nuevo (o viejo) periodista, que se presenta como nuevo tribuno mediático instalado en la mezquindad, la pereza y satisfacción económica. Pero sobre todo gana el nuevo empresario de medios de comunicación, que disfraza sus pingues beneficios con las nuevas ropas de diseño ideológico, fáciles de consumir, grandes ideales que obvian lo real y que constituyen un nuevo matrix bajo en calorías y rico en buenos sentimientos. Gana, porque el nuevo empresario ya no teme a las embestidas del poder, al contrario, es el poder político quien le teme y le necesita, de tal modo que acaba formando parte de la misma estructura empresarial, constituida, ahora ya sí, en verdadero poder político sin contramedidas.
Está en juego el monopolio de la opinión, las nuevas tecnologías, internet, está suponiendo una revolución. El medio de comunicación clásico está viendo cómo una parte de la población cada vez es más refractaria a sus propuestas, y que incluso no lo necesita. Peligro, suenan todas las alarmas. Ese segmento de la población ya no bebe ni vive en esa realidad tamizada y decorada por los gurús mediáticos, da la espalda a sus titulares editorializados, sus aquelarres televisivos y sus mítines radiofónicos. Son ciudadanos que están empezando a generar opinión por sí mismos, sin ayuda de nadie, y que incluso piensan sin temor a ser descalificados o demonizados por quienes profesan el credo progre de lo políticamente correcto. Es una guerra que acaba de comenzar, todavía es pronto para aventurar un resultado, y en mi opinión no habría que ser demasiado optimista. Pero el fenómeno es lo suficientemente importante como para que algún empresario intocable, pierda los papeles en una junta de accionistas ante el temor de no poder dejarlo todo “atado y bien atado”. El tiempo pasa, rápidamente.