Es posible matar dos veces. La primera arrebatando la vida de alguien; la segunda borrando su recuerdo, e incluso su nombre.
Es entonces cuando la víctima deja de existir, se desvanece en una vaga imagen que borra la marea del tiempo. Nada.
Pero los muertos no olvidan, solo ellos tienen memoria.
El tirano Ricardo III aguarda en su tienda la noche antes de la batalla que pondrá fin a su sangriento reinado, sabe que todo está en su contra, pero ha decidido combatir y espera que en una última jugada del destino pueda conservar un poder usurpado a base de traiciones y asesinatos. Está cansado, sabe que al alba comenzará una jornada decisiva, pide que le dejen solo, consigue dormir, y sueña. Pero ese último sueño de Ricardo no consiste en imágenes tranquilizadoras, ni en negros pozos de tiempo que mitiguen su impaciencia, sino que como conjurados, se le aparecen los espectros de todos aquellos inocentes que murieron por su causa. De manera sobrecogedora, cada uno de ellos maldice a Ricardo, y le desea su muerte en la batalla que se avecina. Todos acaban su parlamento diciendo más o menos lo mismo:
Mañana en la batalla piensa en mí
Y que tu espada caiga sin filo
Desespera y muere.
Algún día, no sé cuando, los muertos hablarán.
Preguntarán por qué su muerte no fue recordada, por qué muchos prefirieron olvidar, por qué aquellos que invocaron su recuerdo no quisieron saber nada de ellos.
Y dirán –nos dirán- que aquel dolor no tuvo ningún sentido, las manifestaciones, las concentraciones, los llantos compungidos, los gritos de rabia. Aquellos tres días de furia, de qué sirvieron, aquellos tres días de ira a quién sirvieron.
Y preguntarán –nos preguntarán- qué hicimos para vengar su muerte, quiénes defendieron su recuerdo, por qué no hicimos justicia. Era tan fácil –dirán- nosotros fuimos las víctimas, de qué sirvió nuestra muerte, si vosotros, los vivos, no hicisteis nada.
Y se nos aparecerán sin avisar, mostrando sus heridas y pidiéndonos cuentas, diciendo que fueron ellos los que estaban en aquellos trenes, pero que pudimos ser nosotros; preguntando si nuestra miseria política merecía la pena de su sacrificio
Preguntarán: ¿Y tú? ¿Qué has hecho? ¿Por qué nos habéis olvidado?
Ese día yo sentiré asco… y vergüenza, Seré incapaz de mirarme al espejo. Seré incapaz de contestar.
Otros, hombres sin rostro, sin alma, huirán sin saber a dónde ir. Viles que se sirvieron de todo aquello para sus medros, para sus honores. Aquellos que lloraron y reían por dentro, aquellos que sabían que todo iba a cambiar.
Pero los “Ricardos” de esta historia (¿Quiénes son? ¿Quiénes?) verán como las víctimas se les aparecen en la oscuridad de un último sueño. Les maldecirán, les recordarán todo aquello, les señalarán; su recuerdo será para ellos una condena que les acompañará el resto de la vida, una mancha indeleble que hará pública su putrefacción, su miseria. Los muertos harán que sin filo caiga su burda espada.
Una nación que olvida, no es una nación. Una nación que no hace justicia, tampoco.
Ya solo espero a saber, a no olvidar. Para poder responder algo a los muertos. Porque los muertos vendrán, ellos nunca olvidan.
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