Confieso que apenas he seguido esta campaña electoral, me han llegado ecos, rebuznos, y cacaofonías, pero vaya por delante que no ha sido culpa mía. Mi natural espíritu investigador me pedía volver a observar con el asombro del entolomólogo las evoluciones de estos curiosos especímenes, que hilan sus vanidades y prebendas con la misma fruición con la que aseguran su futuro.
Pero mi psiquiatra me lo ha prohibido terminantemente.
Ni seguimiento, ni mucho menos perpetración alguna de entrada o crónica diaria de campaña, como ya hice en la anterior campaña de las generales de 2008 en otro difunto blog.
Los síntomas de mi trastorno se agudizan peligrosamente. Lo sé; lo reconozco. Ya no robo saleros en los restaurantes, demente colección que amenaza con desbordarme, sino que me he convertido en un auténtico cleptómano. Por otra parte me demoro inútilmente contando objetos sin interés, ejecuto extraños rituales antes de abordar nada, como por ejemplo alinear la silla de mi despacho exactamente con las líneas de suelo, tarea que me cuesta horrores y que mido con disparatada precisión, o cambiar absurdamente y con frenético interés, los libros de mi biblioteca, intentando encontrar alguna combinación cabalística que asegure alguna armonía que desconozco, o despierte a un dormido golem hecho de cartón y papel: Samsa esperando en el paredón de fusilamiento, recordando el hielo que el coronel Aureliano Buendía fabricó en un lugar de la Mancha, justo el día en que ella, Lolita, la nínfula perfecta, miraba con malicia a un atribulado Dorian Grey, que intentaba ocultar la abyección del crimen cometido, una vieja usurera, en un subsuelo infestado por cronopios, como un jugador oculta su ruina. Pensamientos que me invaden, y me fagocitan.
Sé que todo ello no es normal.
Mi psiquiatra dice que es una especie de válvula de escape de mi psique. Mi psiquiatra siempre dice “psique”, y no “mente”, o “inconsciente”, o “mollera”, o “sesera”, o “entendimiento”… también tiene una irrefrenable tendencia a salpicar sus frases con la palabra “atávico”: miedo atávico, fijación atávica, deseo atávico, pensamientos atávicos, incluso turbación atávica, cuyo significado ignoro por completo. Asegura que mi lívido busca de manera inconsciente la satisfacción de deseos reprimidos, y por supuesto atávicos, escenificados de forma histérica en mis obsesiones y manías. Que siento envidia de los políticos, de su querencia por la exhibición, por la adulación de multitudes idiotas, por el inusitado interés que provocan palabras vacías, o completamente cretinas. Dice que en el fondo deseo ser como ellos. La represión actúa en forma de crítica implacable, débil barricada que apenas puede ocultar la verdad. Y que el horror que me provoca semejante posibilidad hace que aparezcan esos síntomas. Los síntomas son cada vez más evidentes, y según mi psiquiatra, mi deseo también.
Mi psiquiatra es un imbécil; un imbécil atávico.
¿Cómo puede asegurar algo así? ¿No puedo padecer como todo el mundo un Edipo vulgar? Amo a mi madre, odio a mi padre y mi superyó reprime ese deseo haciendo de mi alguien con un comportamiento social aceptable. Pues no. Resulta que mi inquina manifiesta hacia los políticos, mayormente españoles, es el fruto de mi secreta aspiración a ser como ellos, a ser uno de ellos.
No, no es cierto – me digo-, cómo podría serlo, como podría anhelar decir estupideces histórico-planetarias (¡Atención Planeta Tierra, atención!) ante poderosos sin que éstos osen reírse; o darme un baño de multitudes con un traje completamente nuevo, mientras mis acólitos claman como autómatas agitando banderitas a la hora de la conexión televisiva; o hacer profundos análisis ético-biológicos sin que se me estropeen las mechas; o fumarme los brotes verdes como si fueran marihuana; o dedicarme a la video-agitación subvencionada a costa del contribuyente; o pilotar un Falcon nuevecito para ir al circo; o ejercer de Gran Padrino para favorecer a mis allegados nepotes; ocultar secretos bajo capas de comisiones hábilmente gestionadas; hacer de la retórica, de la nulidad, un recurso….
Cómo podría, me digo. Pero quizá un secreto deseo anide en mí. Y así debe ser, puesto que la minuta del psiquiatra me cuesta una pasta. Brujas, como Macbeth, o psiquiatras, al cabo son lo mismo.
Me miro en el espejo y me pregunto quién soy.
-Quizá me reinvente todos los días –pienso-, y elabore con precisión una máscara que vele mi identidad. Quizá no soy tan diferente, y lo que intente no sea sino huir de mi mismo.
Tumbado en un diván, y frente a una reproducción de un cuadro de Paul Klee, discutimos:
-Hay que afrontar la realidad –me dice mi psiquiatra-. Aceptar y reconocer esos deseos reprimidos es el primer paso para la curación.
-Y una mierda –respondo-. Yo no estoy enfermo.
-¿Cómo que no? Usted padece un cuadro clásico de Trastorno Obsesivo Compulsivo. No puede negarlo, en realidad lo que usted intenta ahora es transmutar todo ello en una suerte de miedo atávico.
-Me gustan los atavismos, qué pasa, cuando era más joven me liaba un canuto de atavismos y me lo fumaba entre risas… No he dicho que no me pasara nada… simplemente le digo que no estoy enfermo.
-Sí lo está
-Le digo que no
Mi psiquiatra me ha recomendado una solución de compromiso:
-Olvídelos –me dijo-. Aunque sólo sea por un tiempo. Este domingo, por ejemplo, márchese a la playa, y piense que no son nadie.
-Como si no me afectaran
-Eso es. Como si estuviera a salvo de todos ellos.
-En realidad es lo que debería hacer. No tengo que justificarme ante nadie, y menos ante ellos, o ante la tribu de opinantes que hablan de no sé qué deber ciudadano cuando hay elecciones.
-Más o menos
-Como Omar Jayyam…
-¿Omar Jayyam?
-Oh, un tipo nada atávico. Le gustaba el vino, las mujeres, las matemáticas y la poesía… Intentaba refugiarse en todo eso
-Eh… Creo que la visita ha terminado… pida hora para la semana que viene.
De manera que eso es lo que haré mañana domingo. Ignoro cuanta gente hará lo mismo, personalmente pienso que no se merecen siquiera que los utilicemos como excusa.
El lunes seguiré preso de mis filias, mis fobias, mis manías. Seguiré escribiendo de manera compulsiva, irritando a mis amigos, que opinan que debería hacer ya algo de una puñetera vez con todo eso que voy almacenado en un disco duro, pero qué voy a hacer si sólo es un recurso de locura.
Lo único que siento es no vivir en California. Vivo a orillas de Mediterráneo, que tampoco está nada mal, pero no podré ver a una hora decente el segundo partido de las finales de la NBA. Ver como mi equipo de toda la vida, los Lakers, logran ganar –seguro- el segundo partido y acariciar ese decimoquinto título de la NBA (a sólo dos de los Celtics). Ver a la mamba negra ametrallar el aro rival, y a su compañero inseparable, un chaval de Sant Boi que hasta hace unos años también veía los partidos de la NBA por la tele, como yo.
Allí, en Los Angeles, no dicen tonterías del tipo: Yes, we can, sino Go, Lakers go, y lo dicen tipos como Jack Nicholson, cuyo médico personal debe ser el conservador de la momia de Lenin, siempre está igual, sentado en primera fila, con sus gafas negras y su novia de turno, el jueves le volví a ver.
El lunes, después de un día de playa, buscaré en los diarios digitales el resultado de ese partido. Lo demás… caerá en el olvido, como todo.
3 comentarios:
Yo también hago juegos con mis libros. Me tomo pequeñas venganzas. Someto a la biografía de Hitler al acoso colateral de las memorias de guerra de Churchill, que son cinco tomazos; procuro de Tolstoi se entienda con Balzac -sé que le gustaba- y que Thomas Mann y Zwieg compartan derrotismos, sublimes, eso sí.
A Galdós y sus episodios nacionales la verdad es que no se con quien ponerlos, porque son 46 y tienen difícil encaje. Pero están en el estante de la moral combativa, con la "Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España" de Bernal Díaz del Castillo, con el reciente "´Heroes" de Paul Johnson y con las historias de Roma -La enorme de Mommsen, la divertidísima de Montanelli y la trágico-filosófica de Gibbon.
Cada vez me doy más cuenta de que en esta batalla que perdemos por la libertad la culpa es nuestra: No ganan las batallas los muchos, sino los valientes, decía Hernán Cortés. Somos pocos, es verdad, pero no es excusa.
Por lo menos nos queda UPyD.
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