Ninguna partida de ajedrez termina con la muerte del rey, no llega a ser necesario, ambos jugadores, conscientes cada uno de la inevitabilidad a la que abocan las reglas del juego deciden acabar mucho antes de ese final protocolario que ya nada significa. Es el final de partida, un encadenamiento de acontecimientos redundante y aburrido, minutos de la basura que a nadie interesan.
La vida no es ajedrez, nunca lo fue, y la psicología de los actores está muy lejos de la de los jugadores de ajedrez, por eso nos interesa, intentamos comprenderla, entendernos…
Quizá ese tiempo pueda ser vivido como un tiempo fantasma, momentos falsos que han dejado de pertenecernos, un devenir vacío que sentimos que pasa de largo sin atravesarnos. Saberse instalado en un final de partida es tener la conciencia de vivir en un tiempo falso, una espera aburrida e inevitable. Ser partícipe de ello, y creer que ese tiempo significa algo, es una soberana estupidez.
Un espectador, eso es lo que soy, un espectador que ha decidido sin embargo permanecer en el escenario, consciente de que será barrido como una figura de atrezo una vez acabe todo, y que observa cómo los actores consumen minutos y minutos, gritando y declamando ante un auditorio vacío, posponiendo un final inevitable, y que quizá a poca gente interese, en realidad todo el mundo conoce el final, como en una partida de ajedrez: mate en siete y las negras ganan (o las blancas, da lo mismo).
Pero la política es el terreno de la representación, del espectáculo. Si alguna vez significó algo, la política no es más que el torpe empecinamiento de representar una comedia conocida, las más de las veces sentenciada, y en muchos casos con el concurso de actores que, de forma inexplicable, creen y hacen creer que ese tiempo de final de partida significa algo. Me he preguntado si esa necia pretensión obedece a algo, si esa alucinación de creer que el final de la partida deparará algo nuevo es algo más que un entretenimiento idiota. Uno puede considerar sin embargo que ese tiempo, a pesar de su falsedad, puede ser algo tan inherente como la propia vida, es lo que hace de la existencia un pequeño drama, es mi caso, asisto a mi pequeño drama, que mitigo persuadido de la futilidad de ese estrecho margen que queda entre la imposibilidad de una existencia ideal y la realidad del final. Pero de lo que sí estoy convencido es de que pretender vivir un tiempo ilusorio como algo real, es, simplemente, el síntoma de la psicopatología.
De nada sirve lamentarse ya, mate en siete y las blancas ganan (o las negras, da lo mismo). Así está la cuestión. Hemos quedado presos en ese tiempo que, a falta de ajedrecistas que rijan nuestros movimientos, tendremos que representar de forma agónica hasta un inevitable final. Aburridos, hastiados. ¿Escapar a una isla? Para qué. Asistiríamos en la distancia al mismo espectáculo, representaríamos una comedia no menos superflua que aquella de la que quisimos escapar. Yo mismo lo he hecho, durante meses construí mi pequeño búnker atómico con la intención de que nada me tocase, y he de reconocer que es fácil evadirse de ese tiempo gastado, solo para dormitar en otro no menos falso. Se sobrelleva, sólo es necesario encontrar recursos de locura adecuados, el mío ha sido la escritura autista. No pienso abandonar la pequeña fortaleza que me he construido, ya puestos a elegir prefiero seguir siendo el demiurgo de mi particular circo de variedades que comenzar a gritar de nuevo, sobre todo ahora, cuando ya está todo dicho. Sin embargo reconozco una vergonzante añoranza de algo que sé que es una batalla perdida. La añoranza de explicarme a mi mismo aquello que sé inevitable, y que no puedo hacerlo de otra forma que volcando en un texto mi desconcierto, mi torpe capacidad de explicación.
De manera que he decidido volver ahora, sobre todo ahora, que ya nada hay que descubrir. La situación en España, a día de hoy no puede ser catalogada de otra forma, puede ser vivida como un drama o no, puede ser contada con asepsia, o podemos asistir a los últimos momentos de una situación de descomposición con desconcierto, y cierta amargura ante lo inevitable. Es, en cualquier caso, el final de la partida, la nuestra, aquella que cada uno de nosotros narrará, según su conveniencia, en los años posteriores a los pocos insensatos que tengan la paciencia de escucharnos. Ha habido partidas mejores, sin duda, más heroicas, más interesantes, más trágicas… la nuestra tiene, sin embargo, el innegable aroma de la mediocridad, ese es nuestro drama, el peor de todos.
Inicio pues una serie de textos que publicaré aquí de forma más o menos periódica. Intentar entender, eso es todo, a la postre sé que también es una actividad autista. Sé también que el día a día puede no dar para nada más que una nota al margen, así que usaré la cuenta abierta en twitter a tal efecto (http://twitter.com/fermatpirx), será mi vehículo habitual de seguimiento.
Intento persuadirme que este final de partida puede ser algo distinto a lo que Samuel Beckett muestra en su obra homónima, cuatro personajes empecinados en llenar el tiempo absurdo de un final que ya nada significa, empeñados por pura desesperación en acabar la partida cuando ya nada hay por jugar.
Imagino alguna otra metáfora, ese tiempo muerto y vacío, silencios compartidos y lacerantes que aparecen tras un fortuito y fallido encuentro sexual. Minutos u horas, que él, y ella, esperan que pasen para poder vestirse y largarse. Nada más.
Saludos.
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