En marzo de 2008 escribía lo siguiente:
“Las democracias se corrompen no por dejación de los ciudadanos a la hora de votar, sino por la pretensión de unos y de otros de ver en ese tipo de ficciones algo más que una comedia necesaria. Es decir, cuando unos y otros, votantes y representantes, acaban creyéndose aquellos papeles que la ficción ofrece. Y así unos se creen representantes auténticos de voluntades populares que jamás se equivocan, y se pretenden a salvo de cualquier control ciudadano; y otros, que no existe más verdad que la mayoritaria, pudiendo así despreciar y obviar opiniones y actitudes que son minoritarias. No hay mayor estupidez que creer una farsa, pretender seguir actuando cuando el telón ha caído. Y este tipo de estupideces nunca salen gratis, acaban abriendo las puertas al populismo y la servidumbre.”
Resulta extraño leerse después de tanto tiempo, analizar lo que uno dijo (o escribió) a la luz de los acontecimientos, siempre imprevistos aunque ya se entrevieran. Es cierto, por muy previsible que el fututo pueda ser siempre acaba por sorprender, como le sorprende el predador a la presa.
Hablamos de farsa, de estupidez o de interés. Hay farsa, desde luego, farsa consentida y representada. También estupidez, la estupidez de la repetición, de la credulidad simplona, y sobre todo hay interés. Pero a menudo farsa, estupidez e interés se mezclan en una misma cosa, es el contexto, el sobreentendido.
Es lo que hace a unos seguir representado papeles en los no creen, a otros en empeñarse en no despojarse de los harapos de actores de reparto pese a que la función hace tiempo que ya terminó, y al resto a aprovecharse de la situación. Pero nadie termina por abandonar el proscenio, unos por fingida ironía, otros por verdadera estupidez, y los últimos por evidente interés.
Nuestro contexto es algo que yace muerto, apagadas las luces, vacías las butacas, el proscenio sigue repleto de actores, tramoyistas, apuntadores, y tipos que andan de acá para allá mirando. Unos, prestos a salir pitando con la recaudación, esperan un momento a embolsarse un euro más, otros perdidos y cegados por las luces seguirán declamando como imbéciles en medio de la nada, algunos, los últimos, se encargarán de apagar las luces, y levantar acta.
Ese contexto alguna gente lo llama Constitución del 78.
Quizá sea una terea inútil intentar entender ese contexto, o no, quién sabe.
Hace meses decidí callar, refugiarme en paraísos privados, escribir (ya sólo para mí), y asistir con la mayor dignidad posible al un colapso que creí inevitable.
Volver a escribir de manera pública no añadirá nada, lo sé, pero será al menos una forma de ordenar ideas, nada más.
Valencia, 29 de noviembre. Cielo plomizo y una fina pátina de lluvia gris que ha lamido las calles. Un asco.
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