"La voluntad nacional es una de las palabras de las que los intrigantes de todos los tiempos y los déspotas de todas las épocas han abusado más. Unos han visto su expresión en los sufragios comprados por algunos agentes del poder; otros en los votos de una minoría interesada o temerosa, y los hay, incluso, que la han percibido plenamente formulada en el silencio de los pueblos y han deducido que del hecho de la obediencia nacía para ellos el derecho de mando"

A.Tocqueville, "La Democracia en América"

viernes, febrero 27, 2009

EL HOMBRE DE LA MAZA


Hacía tiempo que no había visto nada igual. Bastó sólo un gesto de furia para ver derribadas cosas que muchos creen inamovibles. Durante unos segundos yo también quise tener una maza en mis manos, y ayudar a ese hombre, estaba completamente solo.

Primero la emprendió con los cristales de la puerta, apenas le bastaron unos segundos. En ese punto ya daba igual pararse o seguir con la terea… de manera que continuó.

Se introdujo en el interior, y con la maza en la mano la emprendió contra todo lo que vio. No son momentos para ser selectivo y elegir, sabía que en pocos minutos iba a llegar la policía así que convenía darse prisa, no para escapar, nunca tuvo esa intención, sino para terminar cuanto antes.

Se agolparon vecinos, algunos sorprendidos, otros indignados, indiferentes, o asustados ante lo que podía ocurrir. En el interior se oía el escándalo de los objetos destruidos.

Él continuaba.

Sabía que era indiferente que parara o causara el mayor destrozo posible, era ya alguien maldito, sabía, de la misma manera que todos los que observaban, que desde el momento que rompió el primer cristal ya no podría vivir allí, en su pueblo. Sabía que iba a estar en el punto de mira de los asesinos. Así que continuó.

Al cabo de unos minutos llegó la policía… llegaron varios coches patrulla, como si hubiera habido un atraco con rehenes. Días antes, en una manifestación ilegal, en la que los asesinos se enseñorearon, como siempre, apenas aparecieron un puñado de agentes, miraron y no hicieron nada.

Uno, dos, tres, cuatro, hasta seis policías. Momento heroico. Momento de gloria. Qué rapidez, qué eficiencia. Hay que proteger el mobiliario urbano, y la propiedad.

No hizo falta ejecutar un gran despliegue logístico para detener al hombre, él mismo se entregó. No tenía intención de escapar… Ni de herir a nadie.

Mientras le cacheaban (claro que le cachearon, las cámaras estaban delante), una expresión de rabia y dolor crispaba su rostro

-Lo siento por mis padres –decía-. Lo siento por ellos.

Intentaba explicar los motivos que le habían llevado a emprenderla a mazazos contra una herriko taberna

-Yo solo soy un trabajador… ellos me han reventado mi casa

Los seis policías (los seis), con la cara cubierta por pasamontañas se llevaron al “hombre de la maza” esposado.

Él iba a cara descubierta. Todo el mundo le vio.

La Casa del Pueblo del PSOE, en la que los terroristas detonaron una bomba el día anterior, estaba cerca de su domicilio, los daños causados por la explosión destrozaron su casa, el empeño de toda su vida. Algunos de los que frecuentaban la herriko taberna lo encontraron gracioso, se rieron.

Luego llegan las inevitables declaraciones, los comentarios, las columnas, las valoraciones. Políticos y palmeros en campaña:

Que si hay que entender sus sentimientos pero… Que si no hay que compartir los medios violentos… Que el pobre hombre estaba ofuscado… Que a pesar de todo no hay que apoyarle… Que si la violencia no conduce a ningún lugar… Que si el ojo por ojo… Que si lo de la justicia por su mano…

Y todos se la cogen con papel de fumar. Todos.

En el País Vasco no hay justicia, no hay estado de derecho. Solo hay miedo.

El “hombre de la maza” puso las cosas en su sitio.

El “hombre de la maza” descargó un mazazo contra la justicia miope, contra los políticos culpables, contra los cómplices satisfechos, contra esa podredumbre que afecta a una sociedad que no quiere ver, que prefiere callar, o mirar a otra parte. Y sobre todo, contra esos que encuentran gracioso lo que le ocurrió al “hombre de la maza”, los que han hecho de muchos lugares del País Vasco su coto privado, su dominio de mafiosos.

Luego, le acusaban de “fascista”, en una concentración coreografiada, con consignas aprendidas y pancartas iguales fabricadas para la ocasión. Los fascistas llamaban “fascista” al “hombre de la maza”. Se ofenden cuando son otros los que usan una maza. Para defenderse.

Es la dictadura del miedo, solo ellos llevan maza, y pistolas, y explosivos. Y deciden quién debe morir.

Yo hubiera querido tener otra maza. Lo que no sé es lo que hubiera hecho, no sé si hubiera tenido la suficiente valentía como para ayudarle (él estaba solo), o si hubiera acabado por ser tan cobarde como para pasar por su lado y hacer como si nada estuviera pasando.

En el País Vasco nunca pasa nada. Hasta que a alguien se le ocurre coger una maza… y dejar las cosa claras.

domingo, febrero 22, 2009

LA ACCION PARALELA

La monumental novela, “El Hombre sin Atributos”, de Robert Musil, fresco inacabado de la agonía del Imperio Austrohúngaro anterior a 1914, gira toda ella entorno a un Macguffin argumental llamado La Acción Paralela.

Frente al expansionismo germánico de los vecinos del Reich Alemán del káiser Guillermo, que se dispone a celebrar, con toda pompa y magnificiencia, el trigésimo aniversario del káiser, las fuerzas vivas austriacas contraponen un acontecimiento que pretenden que sea igualmente importante y capital, y que, de paso, logre movilizar y haga resurgir el espíritu del Imperio, agotado y ahíto como la salud del emperador Francisco José. Para su culminación se fija una fecha clave, el setenta aniversario del emperador.

Lo curioso es que durante las más de mil quinientas páginas de la novela de Musil no se especifica realmente qué es eso de la Acción Paralela. La gente habla de ella, se establecen comisiones de estudio y preparación, es el tema de conversación de las reuniones, y sobre ella gravitan esperanzas que conseguirán sacar del marasmo al Imperio, a Kakania, como lo llama Musil. Pero nadie dice qué es, o cuál es su contenido.

Si algún potencial lector de la extraordinaria novela de Musil se siente desalentado al saber que tras navegar por tantas páginas no sabrá qué es eso de la Acción Paralela, que no se inquiete, esa es precisamente la ácida y corrosiva ironía de Musil. La Acción Paralela no es nada. Es el cascarón vacío por el que transitan los personajes, el escenario desierto en el cual declaman, la Acción Paralela es el símbolo del mismo Imperio, un cadáver que unos se niegan a ver, y otros se apresuran por enterrar, pero que todos hacen como si todavía estuviera vivo.

El protagonista de la novela es Ulrich, el hombre sin atributos, un joven matemático que decide tomarse un año de su vida para decidir qué hace con ella. Ulrich es el héroe trágico de la agonía del Imperio, no parece tener ambiciones, ni objetivos, transita por la vida desconcertado ante el vendaval de acontecimiento que le supera y no controla, no tiene ideología, es cínico, sarcástico, escéptico, y se toma siempre una prudente distancia crítica, no solo ante lo que le rodea, sino ante sus propios sentimientos, lo cual le aboca a una continua pasividad durante toda la novela; es un hombre que nunca dirá que no, sino “todavía no”.

Frente a él está figura de Arnheim, un hombre con atributos, ambicioso, sofisticado, pedante, con “profundas” convicciones acerca de todo, entregado a un objetivo (el suyo), un hombre de acción. Y Diotima, cuya tremenda belleza iguala a su estupidez, mujer plana que se erige en inspiradora de la Acción Paralela.

No es cuestión de hablar de la inacabable obra de Musil aquí, ese océano inmenso merece tiempo, paciencia y lectores sin prisas. Pero en un domingo devastador surgen de improviso ideas “paralelas”, reflejos inesperados y lugares comunes.

Leo en un periódico de papel las enésimas medidas que pretenden poner en práctica (no importa quién) para atajar la temida crisis. Me causan estupor las reiteradas poses de los políticos en campaña, sus apuestas de “hombres de Estado”. Me pregunto por el valor de las palabras, de los proyectos vacíos que logran calmar conciencias, ahuyentar fantasmas, movilizar expectativas hueras… Nadie entiende nada, pero todos actúan, o mejor dicho, dicen que actúan, porque decir se ha convertido más importante que hacer.

Cuando Debord anunció allá por los sesenta la inevitable llegada de una sociedad del espectáculo no aventuró su última y postrera vuelta de tuerca, la sociedad de la farsa, del sucedáneo, del guiñol. El espectáculo, a pesar de su irrealidad, puede ser hipnótico, arrastrar al pasivo espectador-consumidor-votante a lugares imaginarios pero asombrosos, subyugantes. La farsa, en cambio, exige del espectador un autoengaño inevitable, la colaboración necesaria que haga que todo trascurra, que todo funcione.

En situaciones como las actuales no aspiro sino a ser, como Ulrich, un hombre sin atributos (y yo también soy matemático, me digo). No caer en la falacia de la afirmación sin fisuras, tomar un distancia crítica, o simplemente aséptica, frente aquello que parece, frente a mí mismo incluso, suspender el juicio ante lo evidente, por evidente, por manido. Ofrecer la mínima sección eficaz a la banalidad ajena, a la propia. Deslizarme por las delgadas brechas que ofrece la perfecta coreografía de lo previsible, deslizarme sin molestar, sin que me molesten.

A menudo todo parece una inmensa Acción Paralela. Cascara vacía que parece llenar vidas, discursos y pareceres, torbellino absurdo que arrastra a todo el mundo sin que sople el viento. Risas idiotas de Nochevieja, carentes de significado ni objeto, y te sorprendes ante la vacuidad de todo ello, de tus propias risas.

La Acción Paralela fue la antesala al abismo, Ulrich acabó como todos los de su generación aprendiendo lo que era la derrota y la muerte en una trinchera infecta. Pero mientras ese momento llega, es lo que permite acercarse al borde del precipicio como si nada ocurriera, gesticulando, con la inconsciencia idiota del borracho.

Es siempre una putada vivir una época de ruptura histórica. Uno cree que está viviendo algo importante, y se da cuenta de que todo le ha pasado como un tsunami, sin enterarse. ¿Y la Acción Paralela?

Termino el día escuchando repetidas veces una tema de PJ Harvey del año 2000: Horses in my dreams.

Intento soñar, abismarme con mi propia Acción Paralela… y dejar que los caballos tiren de mi, son como las olas, como el mar…

“Horses in my dreams

Like waves, like the sea

They pull out of here

They pull, they are free…”

PJ Harvey. Horses in my dreams.


martes, febrero 17, 2009

S-21


Elijamos un caso típico, Khieu Ches, por ejemplo.

Vivía en el pueblo de Van Theaymeas y tenía trece años. Los Jemeres Rojos llegaron a su pueblo y le reclutaron. Le enviaron a un campo de formación.

Allí le hablaron del misterioso Angkar, de que un futuro nuevo esperaba a Camboya, de que él era alguien especial, muy especial, y que había sido elegido para llevarlo a cabo. Pero también le dijeron que había un enemigo terrible que podía destruirle, matarle, un enemigo oculto contra el que había que luchar. Ese enemigo estaba en todas partes, se filtraba por todos los rincones, era como una infección, y probablemente había afectado ya a su familia. Pero los Jemeres Rojos le habían salvado a él, le alimentaban y le protegían, eran su nueva familia, y el Angkar, su nuevo padre. Khieu Ches no sabía exactamente qué era el Angkar, o quiénes eran, pero los Jemeres le dijeron que cuidaría de él siempre, que no dejaría que le pasara nada. Pero había que obedecerle siempre. Siempre. Si no, a él también le pasaría lo que a los demás. Los demás morían.

Khieu Ches aprendió rápido, era un chico despierto. Sus profesores le decían que el futuro sería esplendoroso, le hablaron del Hermano Número 1 y de su sabiduría que impediría que ese enemigo oculto venciera.

En el campo de formación le dijeron lo que tenía que hacer, le enseñaron a usar un arma, con un arma en la mano la gente le temía, se sentía importante. Ahora también él era un Jemer, y nadie que no fuera Jemer le diría nada, ni le podría mandar nada, ni le dirían que era un niño y que no entendía, ni se burlarían de él, no haría caso a los mayores, ni a los profesores, sólo a sus superiores jemeres. Pero debía obedecer al Angkar, dijera lo que dijese.

El 17 de abril de 1975 Khieu Ches entró en Phnom Penh junto con otros chicos de su edad en un camión. La gente se fijaba en él, miraban su AK-47, sus ropas negras, su pañuelo rojo al cuello; oía como muchos decían que eran todos muy jóvenes y algo que no entendió, la frialdad de la expresión de su rostro. Pero no le importó lo que decían, todos ellos estaban enfermos, infectados por ese mal del que hablaban, lo podía notar en sus caras, en sus ropas, en sus gestos.

Esa misma tarde el Angkar ordenó la evacuación inmediata de la capital: todos sus habitantes debían de abandonarla, sin excepción.

Camboya, Año Cero.

Había mucho que hacer, había que limpiar, destruir, desinfectar. Phnom Penh era un lugar maldito, carcomido por el mal, había que borrarlo de mapa.

Sin embargo a Khieu Ches no le ordenaron irse de la capital. Había sido elegido para una misión importante, confiaban en él. Le ordenaron ir a un lugar llamado S-21, o Prisión de Seguridad 21. En realidad no era una prisión, sino una escuela que había sido reconvertida en lugar de detención. Era la más importante, allí encerraban a los criminales más peligrosos, aquellos que llevaban el mal tan dentro de sí que no se podía hacer otra cosa con ellos salvo destruirlos, y arrancarles una confesión. Era la escoria que había que eliminar, el miembro gangrenoso que había que amputar para salvar el resto, así se lo explicaron, si no lo hacía, todos morirían, y si no obedecía también acabaría como ellos. La prisión la dirigía alguien importante, un jemer llamado Duch.

Khieu Ches vigilaba a los prisioneros. Le daban asco. Había muchos profesores, médicos, gente que leía libros. Había algunos conocidos, familiares incluso de algunos chicos. Todos ellos le temían, y eran mucho mayores que él.

A veces tenía que sujetar a los presos mientras los torturaban, otras era él mismo quien les golpeaba, también disparó con su AK-47 en las ejecuciones, aunque lo normal era ahorrar balas, los presos morían degollados, o ahorcados. Sabía lo que le iba a pasar si se negaba. También tenía miedo, pero no podía negarse, le asustaban los chillidos, los gritos de dolor… Cuando no podía soportarlo les pegaba con todas sus fuerzas, pegaba y pegaba para que se callasen; nadie le decía nada y sus superiores sonreían cuando lo hacía. Cuando morían parecían sentir alivio, solo así descansaban.

¿Cómo podía negarse?, se preguntaba. Tenía dieciséis años.

Khieu Ches no supo cuanto tiempo estuvo allí, dos años, tres… el tiempo no significaba nada. Tampoco supo a cuantos golpeó, o torturó, o mató; todos eran igual.

Un día tropas enemigas llegaron a Camboya, vietnamitas. Los Jemeres huyeron, todos se fueron de nuevo al campo. Duch desapareció.

Khieu Ches se quitó el uniforme, fingió ser uno más y se marchó de S-21. Nadie le dijo nada, todo el mundo había desaparecido. Al final logró volver a su pueblo, todo estaba destruido, sus habitantes muertos de hambre; toda su familia había sido asesinada por los Jemeres.

Entonces sintió miedo. Todo el mundo acusaba a los Jemeres de cosas horribles. Cambió su verdadero nombre, se ocultó, no quiso saber nada del tiempo que estuvo en S-21.

Pero le encontraron. Algunos presos le reconocieron y le acusaron de ser uno de los torturadores de S-21. Cuando le detuvieron dijo:

“Yo solo era un niño. Estaba aterrorizado y me obligaron a hacer todo eso. Solo era un niño. Fui una víctima más.”

Khieu Ches era una víctima. Eso era cierto. Pero no todas las víctimas eran iguales.

Algunos de los que pasaron por S-21 aseguran que durante mucho tiempo tuvieron que bajar la mirada cuando se cruzaban con sus antiguos torturadores. Los veían en el pueblo, en las ciudades. Nadie decía nada.

No todas las víctimas son iguales. Hubo víctimas como Khieu Ches. Pero también hubo víctimas que gritaron entre los muros de S-21, o que murieron. Algunas de esas víctimas recuerdan la cara de Khieu Ches cuando les golpeaban. Una cara inexpresiva.

En Camboya hubo casi dos millones de asesinados durante los poco más de tres años que los Jemeres Rojos estuvieron en el poder. Antes del régimen de Pol Pot la población era de siete millones.

Hoy ha comenzado en Camboya el juicio contra algunos de los responsables del régimen de los Jemeres Rojos, treinta años después. Entre ellos se encuentra Kaing Guek Eav, más conocido como Duch. Durante el juicio ha reconocido su implicación y se ha mostrado arrepentido de sus crímenes. Es posible que sea cierto, pero poco importa. La distancia entre las palabras y los hechos se ha vuelto infinita.

Es la distancia que separa la palabra de la barbarie. Y no se puede entender la historia del siglo XX sin transitar ese abismo.

domingo, febrero 15, 2009

TIRANOS INFLADOS


“Yo no soy Chávez, yo soy un pueblo”

(Hugo Chávez Frías, Febrero 2009)

Uno podría creer que la frase la podría haber pronunciado el mismísimo Luis XIV, pero por poco que se repare en ella no podrá dejar de observar lo distintas que son, no sólo en estilo –eso es evidente-, sino sobre todo en el contenido.

Confieso que no puedo hablar de este personaje (Hugo Chávez) sin que me invada una sensación de rechazo, no ya intelectual y moral, sino sobre todo físico. Curiosa reacción que se va acrecentando con el paso del tiempo con diversos temas, “debe de ser la edad”, me digo. Me hago mayor, la cuarentena está cada vez más cerca, y a mí, la verdad, me da exactamente igual.

La frase que inmediatamente nos viene a la memoria, es, evidentemente, la que se acostumbra a atribuir a Luis XIV: “L’État c’est moi”, aunque lo más probable es que fuera apócrifa. Luis tendría cinco años cuando supuestamente la habría pronunciado, y a no ser que le supongamos una precocidad fuera de lo común, es difícil que a un niño se le hubiera ocurrido una frase que resume todo un modelo de hacer política, el absolutismo.

Apócrifa o no, lo cierto es que la frase condensa en una sola idea-fuerza lo que los especialistas en filosofía política denominan absolutismo monárquico. El Estado, entendido como conjunto de instituciones que detentan el poder y la soberanía, se resumen y concretan en una sola persona, el monarca, del que derivan, atendiendo a su parecer y deseo, todas las instituciones burocráticas que organizan el territorio. Definiendo la nación como el sujeto que detenta la soberanía, el absolutismo identifica nación y monarca como una sola entidad jurídica, dejando, para el resto de las personas el papel de súbditos, y no ciudadanos. El único ciudadano es el rey.

No es cuestión de defender semejante atentado contra la libertad ciudadana, pero sí de dejar constancia de que el absolutismo monárquico, tiene, a pesar de todo, cierta enjundia argumentativa, aunque sea a costa de cometer un crimen.

Lo de Hugo Chávez, sin embargo, es muy distinto.

No estamos en Versalles, ni mucho menos asistimos a una fiesta junto a Madame de Montespan. Sino a una multitudinaria manifestación donde un exultante tirano caribeño, en un arranque de sinceridad, grita al enfervorecido público que él es el pueblo.

El pueblo, que no el Estado.

Hemos cambiado las instituciones que detentan el poder, por algo semidivino: el pueblo. Desde que Rousseau elevara a categoría política esa mistificación, ha funcionado como garante de la acción política, como resolución, fagocitándola, de cualquier dicotomía entre libertad y autoridad.

Siempre he pensado que en todo este manido problema late un deslizamiento de términos que encubren la tiranía. Es decir, libertad, y autoridad no significan lo mismo para alguien que invoca al pueblo como depositario de la “voluntad general”, que para quien cree que no son sino mistificaciones liberticidas.

Ambos hablan de libertad en términos parecidos, se utilizan frases similares, pero el significado que late bajo esas palabras es radicalmente distinto. Esa es la trampa.

La idea de considerar a la libertad, con Rousseau, como algo divino con connotaciones religiosas, algo en sí mismo ilimitado y omnipotente, como Dios, hace de ella algo abstracto, irreal, pero al mismo tiempo puede ser atractiva. El problema surge cuando esa libertad (ilimitada) choca con la de los demás, cómo evitar entonces un permanente estado de guerra. No hay problema, en un estado natural, no mancillado por la civilización, hay una armonía que lo impide, los deseos de cada hombre, de alguna manera que no se especifica, se corresponden con los deseos de los demás, es el mito del buen salvaje, un estado ideal, arcádico, donde no pueden existir disputas puesto que esa libertad ilimitada de cada hombre opera de forma armónica, compatibilizando actitudes y deseos.

Alcanzar la libertad es recuperar ese estado de permanente armonía, si hay disputas hay coerciones, y por tanto el hombre no es libre.

En resumen, si la libertad es ilimitada, su detentador debe de ser un agente igualmente ilimitado: el pueblo.

Así el pueblo decide, sanciona, argumenta, y es en su seno donde la libertad de cada uno vuelve a ser ilimitada, la voluntad individual debe de coincidir con la voluntad del pueblo. Es la vuelta al estado arcádico. Pero quién es pueblo, quién es el que decide lo que decide el pueblo, quién es el que sanciona, y argumenta.

Palabras todas ellas huecas… y peligrosas

Esa “libertad” es una fantasmada. La libertad siempre es individual, y la responsabilidad también. En la realidad uno se ve inmerso en una red de deseos y voliciones propias y ajenas que acaban determinando la acción, hay un permanente estado de “conflicto”, o al menos de tensión nunca resuelto entre mi libertad y la del resto de las personas. La libertad, en el fondo, es una red causal donde intervienen deseos y situaciones, y donde nos vemos “obligados” a actuar compelidos por nuestras propias determinaciones pero también por determinaciones ajenas a nosotros.

Parcelar la libertad, es decir, distinguir aquello que pertenece a la esfera pública, las libertades políticas, de aquello que pertenece a la esfera individual, libertades personales, es la premisa básica en la que se fundamenta un régimen de libertades, y no en sancionar una libertad ilimitada detentada por un ente abstracto llamado “pueblo”.

El poder hincha. Hincha de manera ilimitada, desmesurada, causa flatulencias de imposible escape, y hace que quien tenga aspiraciones de poder omnímodo se infle, pretendiendo abarcar con su gordura esa imposible totalidad llamada pueblo.

Cualquiera que haya seguido a Hugo Chávez en los últimos años, y haya comprobado su irreprimible tendencia a la obesidad, puede dar fe de ello.

jueves, febrero 12, 2009

LA HERRUMBRE (O EL MOHO)


No hay poder al que o le afecte la corrupción; ni organización corrupta que no aspire al poder.

Hace ya algún tiempo discutía con un amigo las distintas diferencias en lo tocante a la corrupción que se podían establecer entre los dos grandes partidos, PSOE y PP. Coincidíamos en las diferencias grado (hasta la fecha), y en las formas, el PSOE había sido más zafio, el PP más sibilino. Al final nos consolábamos con una triste constatación: la corrupción es como la herrumbre (o el moho), es algo que inevitablemente termina apareciendo, de alguna u otra forma. Lo único que el ciudadano logra exigir es que no se note, que no supere cierto margen, que no apeste.

Triste consuelo, es cierto, pero fiel reflejo de una realidad política que tiene su propia dinámica, ajena a cualquier tipo de consideración moral.

Hay muchas formas de robar, toda una pléyade de modos y recursos que florecen al abrigo del poder, o mejor dicho, que florecen junto al poder, porque no resultan de una desnaturalización del poder, sino que forman parte de su propia esencia. Lord Acton ya lo expresó de forma lapidaria y no menos cierta:

“Power tends to corrupt, and absolute power corrupts absolutely”

Es evidente que meter la mano en la caja, robar de manera impune, o crear un chiringuito financiero dentro de la administración no es lo mismo que traficar con el cargo, mercadear favores en forma de jugosas comisiones, o favorecer con el dedo mágico del concurso público a amigos y benefactores de partido. No, no es lo mismo, al primero le sobra zafiedad, al segundo caradura, pero también es cierto que su aroma, por poco que uno aplique la nariz y no se le embote el olfato con la fidelidad partidista, es el mismo: el tufo de la mierda.

En España dos son las vías por las que tradicionalmente desaguan las aguas sucias de la corrupción política:

En primer lugar está la financiación de los partidos políticos, verdaderas estructuras funcionariales (sin oposición) que consiguen financiarse gracias al fraude, el mercadeo de influencias y la condonación de préstamos a cambio de favores. Uno, ingenuamente, podría pensar que una angélica ley de partidos ha quedado desbordada por la voracidad de la clase política, pero yo, que ya no tengo edad para ser ingenuo, opino que esa voraz y acomodada clase política se dotó de una ley a medida, que consagra la corrupción y el trapicheo como único medio de supervivencia de una casta, que de otro modo, no tendría lugar donde vegetar.

El otro río de aguas fecales es la inevitable política del suelo, en manos de los ayuntamientos. Ser concejal de urbanismo ha sido, durante muchos años, el puesto más preciado de cualquier ayuntamiento. Desde tenues redes de corruptelas que enriquecen lenta, pero seguramente, hasta pelotazos marbellíes o malayos que pretenden, con espectacularidad, exorcizar el nauseabundo negocio que afecta a todo el espectro político; sin excepción, todo.

Torrenteras de agua sucia bajan por esos dos canales, y se unen a los ya tradicionales que afectan a las casta política en todo el mundo. Es la política.

Guiseppe Carlo Marino, uno de los más famosos estudiosos del fenómeno de la mafia, señala que el cambio más espectacular producido en la mafia ha sido su paulatina trasformación de organización delictiva, en red difusa que permea la política y las finanzas. Siempre existirá esa mafia de padrinos, delincuencia y terror, pero una nueva mafia se ha ido abriendo camino, y ha sustituido la temible “lupara” siciliana, por el cuello blanco, la poltrona y el negocio corrupto.

Corrupción y poder; poder y corrupción.

Cacerías de complicidades culpables, es cierto; pero también cambalacheos con aspirantes a pijos que exhiben su banalidad (y sus bigotes). Conviene no olvidar ni lo uno ni lo otro.

Herrumbre, moho.

martes, febrero 10, 2009

AQUELARRES LINGÜISTICOS


Todo tiene un origen, hasta el más hipertrofiado monstruo tuvo su concepción. En este caso no hay que remontarse demasiado en el tiempo.

Mientras en Europa, y en sus hijos, los estados americanos, va abriéndose camino lentamente la noción moderna de “nación”, en la derrotada Alemania de las guerras napoleónicas el germen de una criatura monstruosa comienza a cobrar vida. Allí, en alemán, la bautizan con el nombre de Volksgeist.

Es adorada al comienzo por los románticos alemanes, que creen ver en ella la promesa de un nuevo renacimiento, pero cuando algunos lúcidos como Goethe abjuran de ella, ya es demasiado tarde, el germen se ha convertido en una criatura incontrolable que asola toda Europa.

Hacía pocos años que Johann G. Herder había dado forma erudita al regreso a la tribu. En 1784 escribe:

“El prejuicio es bueno en su tiempo, pues nos hace felices. Devuelve los pueblos a su centro, los vincula sólidamente a su origen los hace más florecientes de acuerdo con su carácter propio, más ardientes y por consiguiente también más felices en sus inclinaciones y sus objetivos. La nación más ignorante, la más repleta de prejuicios, es muchas veces, a este respecto, la primera”

La lengua se convierte en el vehículo con el cual regresar a la tribu primigenia, el nexo de unión con un pasado mítico, la gran madre que ve nacer a sus hijos a través del tiempo, y el cierre que protege de todo lo dañino.

Herder de nuevo:

“Sigamos nuestro propio camino… Dejemos que los hombres hablen bien o mal de nuestra nación, de nuestra literatura, de nuestra lengua: son nuestras, somos nosotros mismos, eso basta”

“Somos nosotros mismos, eso basta”. Ser uno mismo, recuperar la esencia perdida, una pureza mancillada, y quizá pisoteada, por el resto del mundo, replegarse en la propia particularidad… eso basta. Y no importan las críticas, lo que puedan decir el resto de los hombres, ellos no entienden, no saben… ellos no son de la tribu.

Esa “nación” de la que habla Herder no es, por supuesto, el concepto que quedó fijado por Siéyes en 1789, aquel al que se referían los vencedores de Valmy en 1792: el cuerpo de ciudadanos libres e iguales en derechos; sino ese magma primigenio que transciende el tiempo y los hombres, y en el cual todo adquiere sentido. Esa “nación” adquiere características divinas, teológicas, es el Volksgeist, el espíritu (o genio) del pueblo, la “raza” si se quiere, aquello que determina e identifica, el rasero merced al cual medir la “igualdad”. Los individuos ya no son iguales en derechos, sino iguales en tanto son parte de una colectividad que transciende el tiempo y la historia.

Naturalmente la lengua es el elemento identificativo de la colectividad, aquello que integra y excluye, lo que marca la diferencia y señala la frontera. Se ha de mantener pura y cristalina, se ha de “diferenciar” y permanecer incontaminada, pues contaminar a la lengua es mancillar a la “nación” (léase tribu) de la que es reflejo.

Evidentemente bajo este fondo metafísico elaborado desde principios del siglo XIX, late una precisa maquinaria de control político que reviste sus estructuras de esta mitología. El Estado se transforma en garante (cuando no en la misma emanación) de ese ser mítico, se identifica con él y acaba siendo incontestado. Es también el agente que uniformiza, homologa y homogeniza la sociedad; elimina los elementos discordantes, lima individualidades que no caben en esa colectividad, anula libertades individuales frente a las colectivas… Y tiene el campo libre para el pillaje y el poder absoluto.

Pero también es posible el camino inverso, organizaciones y estructuras con vocación omnímoda de poder pueden recurrir a la mitología del Volksgeist para justificar sus acciones, y así se inventan historias, lenguas, identidades nacionales y hechos diferenciales. Es la fácil apelación a los instintos básicos de la tribu, de cualquier tribu, real o ficticia.

La vuelta a los instintos reptilianos.

El nacionalismo es eso, mitología barata y poder desmesurado.

(Publica pirx AKA fermat)

domingo, febrero 08, 2009

MUERTES DIGNAS

Dijo André Malraux en una ocasión que: “ante un hombre que tiene la firmeza de matarse no cabe otro sentimiento que el respeto”.

También le preguntaron, supongo que algún iletrado periodista, qué opinaba sobre el “derecho” al suicidio, Malraux, sorprendido ante semejante estupidez, respondió con desdén: “el suicidio no es ningún derecho, es una potestad”

El pasado viernes se decidió dejar de alimentar a Eluana Englaro por la sonda nasogástrica que la mantenía con vida desde 1992, su padre había declarado en repetidas ocasiones que la situación legal, y clínica, de su hija era de: “tortura inhumana”, y que con su decisión de apelar a los tribunales no hacía otra cosa que “respetar a la voluntad de su hija”.

No entraré en el caso de Eluana Englaro, que no conozco lo suficiente, ni mucho menos en los sentimientos de dolor de su padre, que apenas puedo imaginármelos; pero sí hablaré de las estupideces que, como siempre, se suelen decir en estos casos, y que a mí, como a Malraux, también sorprenden y cuesta no responder con desdén.

Como bien dice Malraux, ningún sistema legal, ni ningún código moral, es capaz invadir una esfera de la vida que solo al individuo compete, el suicidio no es ningún derecho, no es nada que un sistema legal pueda otorgarme ni autorizarme, es una potestad que solo a mi me incumbe, solo yo soy responsable, y sólo yo puedo hacer uso de ella.

Lo que causa más pavor en el suicidio, no es la muerte; la muerte es el límite, no es la vida, pero pertenece de forma inextricable a “mi vida”, y esa es la única posesión que nadie puede arrebatar. Lo verdaderamente terrible en el suicidio es el absoluto fracaso y la derrota que lo envuelve. El suicidio, hablo siempre del suicidio voluntario y consciente, aquel que no es fruto de alguna psicopatología, confronta al individuo con una soledad terminal, la decisión de llevarlo a cabo es el último acto libre que un individuo puede realizar, algo que de ninguna manera puede ser enajenado, pero su realización es la evidencia de un fracaso que destruye al propio individuo como agente autónomo, y que le priva, por tanto, de su más preciada posesión, su libertad.

Lo verdaderamente terrible del suicidio es saberse poseedor de esa certidumbre, y a pesar de todo llevarlo a cabo. Como bien dice Malraux, ante un hombre que tiene la firmeza de matarse, solo cabe el respeto… y el silencio.

Pero la pregunta que surge en casos como el de Eluana es la siguiente: ¿por qué se habla de suicidio cuando lo que está en juego es otra cosa? ¿Por qué confundimos suicidio con “eutanasia”?

“Eutanasia”, recurro al diccionario (RAE): en su segunda acepción aparece el significado etimológico: muerte sin sufrimiento, buena muerte. Sin embargo me interesa más la primera acepción: Acción u omisión que, para evitar sufrimientos a los pacientes desahuciados, acelera su muerte con su consentimiento o sin él”.

No es por tanto suicidio. La eutanasia trataría en todo caso de aliviar una situación inevitable, acelerar la muerte evitando sufrimientos innecesarios al paciente. Evitar un dolor, el del paciente, en unos momentos en los que desarrollo natural de los acontecimientos no pueden llevar a otro lugar sino a la muerte.

La eutanasia implica evitar el encarnizamiento terapéutico, no mantener las funciones vitales de forma artificial y tratar de que el dolor físico se reduzca en la medida de lo posible. La eutanasia trata de mitigar el sufrimiento, el del paciente, en el último tramo de la vida.

En este sentido, la eutanasia no es suicidio, ni si quiera suicidio asistido.

¿Pero donde están los límites? ¿Quién decide?

Que existen límites es evidente que los hay, encarnizamiento terapéutico no es lo mismo que “desconectar a un paciente”, y desde luego, sufrimiento no es lo mismo que “estado vegetativo”. Es cierto que los límites son imprecisos, el margen en algunos casos puede ser ancho, y es de hecho lo que hace que la cuestión sea compleja. Lo que nos lleva a la cuestión capital, ¿quién decide?

La autentica aberración en estos casos es apropiarse de una potestad que solo al individuo compete. Nadie, ni un Estado, ni la familia, ni sacerdotes de hábito negro o bata blanca, tienen el más mínimo derecho a decidir una cuestión que está situada en la esfera más inviolable de la persona. Morir o vivir es una decisión que toma el individuo y solo él.

Hasta cuándo, cómo, y de qué manera, pertenecen a esa potestad de la que hablaba Malraux, y potestad, como indica su significado, implica dominio y no puede ser enajenada, apropiársela equivale a destruir a la propia persona.

Nadie puede imponer la muerte, ni decretar, desde la autoridad que le confiere una bata blanca, qué eso de una vida o una muerte “digna”; pero es igual de de perverso imponer la vida a quien no la desea, a quien ha decidido, voluntariamente y en pleno uso de sus facultades, decir “hasta aquí”. Me producen autentica náusea aquellos que desde pedestales burocráticos o púlpitos religiosos se abrogan potestades que no les pertenecen, roban y rapiñan como buitres lo único que el individuo no puede dejarse arrebatar sin dejar de ser: su vida, su muerte.

La auténtica tragedia del caso Eluana, al menos para quien lo vive desde fuera, es que nadie, ni su padre, ni los médicos y jueces que han tomado la decisión de dejar de alimentarla, ni tampoco aquellos que tratan desesperadamente de evitarlo; nadie sabrá cual es el autentico deseo de Eluana. A Eluana no le habrán arrebatado la vida, sino una potestad que solo a ella pertenece, y que quizá perdiera en su día en un accidente, pero quién puede asegurarlo.

(Publica pirx, AKA, fermat)