"La voluntad nacional es una de las palabras de las que los intrigantes de todos los tiempos y los déspotas de todas las épocas han abusado más. Unos han visto su expresión en los sufragios comprados por algunos agentes del poder; otros en los votos de una minoría interesada o temerosa, y los hay, incluso, que la han percibido plenamente formulada en el silencio de los pueblos y han deducido que del hecho de la obediencia nacía para ellos el derecho de mando"

A.Tocqueville, "La Democracia en América"

martes, febrero 17, 2009

S-21


Elijamos un caso típico, Khieu Ches, por ejemplo.

Vivía en el pueblo de Van Theaymeas y tenía trece años. Los Jemeres Rojos llegaron a su pueblo y le reclutaron. Le enviaron a un campo de formación.

Allí le hablaron del misterioso Angkar, de que un futuro nuevo esperaba a Camboya, de que él era alguien especial, muy especial, y que había sido elegido para llevarlo a cabo. Pero también le dijeron que había un enemigo terrible que podía destruirle, matarle, un enemigo oculto contra el que había que luchar. Ese enemigo estaba en todas partes, se filtraba por todos los rincones, era como una infección, y probablemente había afectado ya a su familia. Pero los Jemeres Rojos le habían salvado a él, le alimentaban y le protegían, eran su nueva familia, y el Angkar, su nuevo padre. Khieu Ches no sabía exactamente qué era el Angkar, o quiénes eran, pero los Jemeres le dijeron que cuidaría de él siempre, que no dejaría que le pasara nada. Pero había que obedecerle siempre. Siempre. Si no, a él también le pasaría lo que a los demás. Los demás morían.

Khieu Ches aprendió rápido, era un chico despierto. Sus profesores le decían que el futuro sería esplendoroso, le hablaron del Hermano Número 1 y de su sabiduría que impediría que ese enemigo oculto venciera.

En el campo de formación le dijeron lo que tenía que hacer, le enseñaron a usar un arma, con un arma en la mano la gente le temía, se sentía importante. Ahora también él era un Jemer, y nadie que no fuera Jemer le diría nada, ni le podría mandar nada, ni le dirían que era un niño y que no entendía, ni se burlarían de él, no haría caso a los mayores, ni a los profesores, sólo a sus superiores jemeres. Pero debía obedecer al Angkar, dijera lo que dijese.

El 17 de abril de 1975 Khieu Ches entró en Phnom Penh junto con otros chicos de su edad en un camión. La gente se fijaba en él, miraban su AK-47, sus ropas negras, su pañuelo rojo al cuello; oía como muchos decían que eran todos muy jóvenes y algo que no entendió, la frialdad de la expresión de su rostro. Pero no le importó lo que decían, todos ellos estaban enfermos, infectados por ese mal del que hablaban, lo podía notar en sus caras, en sus ropas, en sus gestos.

Esa misma tarde el Angkar ordenó la evacuación inmediata de la capital: todos sus habitantes debían de abandonarla, sin excepción.

Camboya, Año Cero.

Había mucho que hacer, había que limpiar, destruir, desinfectar. Phnom Penh era un lugar maldito, carcomido por el mal, había que borrarlo de mapa.

Sin embargo a Khieu Ches no le ordenaron irse de la capital. Había sido elegido para una misión importante, confiaban en él. Le ordenaron ir a un lugar llamado S-21, o Prisión de Seguridad 21. En realidad no era una prisión, sino una escuela que había sido reconvertida en lugar de detención. Era la más importante, allí encerraban a los criminales más peligrosos, aquellos que llevaban el mal tan dentro de sí que no se podía hacer otra cosa con ellos salvo destruirlos, y arrancarles una confesión. Era la escoria que había que eliminar, el miembro gangrenoso que había que amputar para salvar el resto, así se lo explicaron, si no lo hacía, todos morirían, y si no obedecía también acabaría como ellos. La prisión la dirigía alguien importante, un jemer llamado Duch.

Khieu Ches vigilaba a los prisioneros. Le daban asco. Había muchos profesores, médicos, gente que leía libros. Había algunos conocidos, familiares incluso de algunos chicos. Todos ellos le temían, y eran mucho mayores que él.

A veces tenía que sujetar a los presos mientras los torturaban, otras era él mismo quien les golpeaba, también disparó con su AK-47 en las ejecuciones, aunque lo normal era ahorrar balas, los presos morían degollados, o ahorcados. Sabía lo que le iba a pasar si se negaba. También tenía miedo, pero no podía negarse, le asustaban los chillidos, los gritos de dolor… Cuando no podía soportarlo les pegaba con todas sus fuerzas, pegaba y pegaba para que se callasen; nadie le decía nada y sus superiores sonreían cuando lo hacía. Cuando morían parecían sentir alivio, solo así descansaban.

¿Cómo podía negarse?, se preguntaba. Tenía dieciséis años.

Khieu Ches no supo cuanto tiempo estuvo allí, dos años, tres… el tiempo no significaba nada. Tampoco supo a cuantos golpeó, o torturó, o mató; todos eran igual.

Un día tropas enemigas llegaron a Camboya, vietnamitas. Los Jemeres huyeron, todos se fueron de nuevo al campo. Duch desapareció.

Khieu Ches se quitó el uniforme, fingió ser uno más y se marchó de S-21. Nadie le dijo nada, todo el mundo había desaparecido. Al final logró volver a su pueblo, todo estaba destruido, sus habitantes muertos de hambre; toda su familia había sido asesinada por los Jemeres.

Entonces sintió miedo. Todo el mundo acusaba a los Jemeres de cosas horribles. Cambió su verdadero nombre, se ocultó, no quiso saber nada del tiempo que estuvo en S-21.

Pero le encontraron. Algunos presos le reconocieron y le acusaron de ser uno de los torturadores de S-21. Cuando le detuvieron dijo:

“Yo solo era un niño. Estaba aterrorizado y me obligaron a hacer todo eso. Solo era un niño. Fui una víctima más.”

Khieu Ches era una víctima. Eso era cierto. Pero no todas las víctimas eran iguales.

Algunos de los que pasaron por S-21 aseguran que durante mucho tiempo tuvieron que bajar la mirada cuando se cruzaban con sus antiguos torturadores. Los veían en el pueblo, en las ciudades. Nadie decía nada.

No todas las víctimas son iguales. Hubo víctimas como Khieu Ches. Pero también hubo víctimas que gritaron entre los muros de S-21, o que murieron. Algunas de esas víctimas recuerdan la cara de Khieu Ches cuando les golpeaban. Una cara inexpresiva.

En Camboya hubo casi dos millones de asesinados durante los poco más de tres años que los Jemeres Rojos estuvieron en el poder. Antes del régimen de Pol Pot la población era de siete millones.

Hoy ha comenzado en Camboya el juicio contra algunos de los responsables del régimen de los Jemeres Rojos, treinta años después. Entre ellos se encuentra Kaing Guek Eav, más conocido como Duch. Durante el juicio ha reconocido su implicación y se ha mostrado arrepentido de sus crímenes. Es posible que sea cierto, pero poco importa. La distancia entre las palabras y los hechos se ha vuelto infinita.

Es la distancia que separa la palabra de la barbarie. Y no se puede entender la historia del siglo XX sin transitar ese abismo.

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