"La voluntad nacional es una de las palabras de las que los intrigantes de todos los tiempos y los déspotas de todas las épocas han abusado más. Unos han visto su expresión en los sufragios comprados por algunos agentes del poder; otros en los votos de una minoría interesada o temerosa, y los hay, incluso, que la han percibido plenamente formulada en el silencio de los pueblos y han deducido que del hecho de la obediencia nacía para ellos el derecho de mando"

A.Tocqueville, "La Democracia en América"

domingo, febrero 15, 2009

TIRANOS INFLADOS


“Yo no soy Chávez, yo soy un pueblo”

(Hugo Chávez Frías, Febrero 2009)

Uno podría creer que la frase la podría haber pronunciado el mismísimo Luis XIV, pero por poco que se repare en ella no podrá dejar de observar lo distintas que son, no sólo en estilo –eso es evidente-, sino sobre todo en el contenido.

Confieso que no puedo hablar de este personaje (Hugo Chávez) sin que me invada una sensación de rechazo, no ya intelectual y moral, sino sobre todo físico. Curiosa reacción que se va acrecentando con el paso del tiempo con diversos temas, “debe de ser la edad”, me digo. Me hago mayor, la cuarentena está cada vez más cerca, y a mí, la verdad, me da exactamente igual.

La frase que inmediatamente nos viene a la memoria, es, evidentemente, la que se acostumbra a atribuir a Luis XIV: “L’État c’est moi”, aunque lo más probable es que fuera apócrifa. Luis tendría cinco años cuando supuestamente la habría pronunciado, y a no ser que le supongamos una precocidad fuera de lo común, es difícil que a un niño se le hubiera ocurrido una frase que resume todo un modelo de hacer política, el absolutismo.

Apócrifa o no, lo cierto es que la frase condensa en una sola idea-fuerza lo que los especialistas en filosofía política denominan absolutismo monárquico. El Estado, entendido como conjunto de instituciones que detentan el poder y la soberanía, se resumen y concretan en una sola persona, el monarca, del que derivan, atendiendo a su parecer y deseo, todas las instituciones burocráticas que organizan el territorio. Definiendo la nación como el sujeto que detenta la soberanía, el absolutismo identifica nación y monarca como una sola entidad jurídica, dejando, para el resto de las personas el papel de súbditos, y no ciudadanos. El único ciudadano es el rey.

No es cuestión de defender semejante atentado contra la libertad ciudadana, pero sí de dejar constancia de que el absolutismo monárquico, tiene, a pesar de todo, cierta enjundia argumentativa, aunque sea a costa de cometer un crimen.

Lo de Hugo Chávez, sin embargo, es muy distinto.

No estamos en Versalles, ni mucho menos asistimos a una fiesta junto a Madame de Montespan. Sino a una multitudinaria manifestación donde un exultante tirano caribeño, en un arranque de sinceridad, grita al enfervorecido público que él es el pueblo.

El pueblo, que no el Estado.

Hemos cambiado las instituciones que detentan el poder, por algo semidivino: el pueblo. Desde que Rousseau elevara a categoría política esa mistificación, ha funcionado como garante de la acción política, como resolución, fagocitándola, de cualquier dicotomía entre libertad y autoridad.

Siempre he pensado que en todo este manido problema late un deslizamiento de términos que encubren la tiranía. Es decir, libertad, y autoridad no significan lo mismo para alguien que invoca al pueblo como depositario de la “voluntad general”, que para quien cree que no son sino mistificaciones liberticidas.

Ambos hablan de libertad en términos parecidos, se utilizan frases similares, pero el significado que late bajo esas palabras es radicalmente distinto. Esa es la trampa.

La idea de considerar a la libertad, con Rousseau, como algo divino con connotaciones religiosas, algo en sí mismo ilimitado y omnipotente, como Dios, hace de ella algo abstracto, irreal, pero al mismo tiempo puede ser atractiva. El problema surge cuando esa libertad (ilimitada) choca con la de los demás, cómo evitar entonces un permanente estado de guerra. No hay problema, en un estado natural, no mancillado por la civilización, hay una armonía que lo impide, los deseos de cada hombre, de alguna manera que no se especifica, se corresponden con los deseos de los demás, es el mito del buen salvaje, un estado ideal, arcádico, donde no pueden existir disputas puesto que esa libertad ilimitada de cada hombre opera de forma armónica, compatibilizando actitudes y deseos.

Alcanzar la libertad es recuperar ese estado de permanente armonía, si hay disputas hay coerciones, y por tanto el hombre no es libre.

En resumen, si la libertad es ilimitada, su detentador debe de ser un agente igualmente ilimitado: el pueblo.

Así el pueblo decide, sanciona, argumenta, y es en su seno donde la libertad de cada uno vuelve a ser ilimitada, la voluntad individual debe de coincidir con la voluntad del pueblo. Es la vuelta al estado arcádico. Pero quién es pueblo, quién es el que decide lo que decide el pueblo, quién es el que sanciona, y argumenta.

Palabras todas ellas huecas… y peligrosas

Esa “libertad” es una fantasmada. La libertad siempre es individual, y la responsabilidad también. En la realidad uno se ve inmerso en una red de deseos y voliciones propias y ajenas que acaban determinando la acción, hay un permanente estado de “conflicto”, o al menos de tensión nunca resuelto entre mi libertad y la del resto de las personas. La libertad, en el fondo, es una red causal donde intervienen deseos y situaciones, y donde nos vemos “obligados” a actuar compelidos por nuestras propias determinaciones pero también por determinaciones ajenas a nosotros.

Parcelar la libertad, es decir, distinguir aquello que pertenece a la esfera pública, las libertades políticas, de aquello que pertenece a la esfera individual, libertades personales, es la premisa básica en la que se fundamenta un régimen de libertades, y no en sancionar una libertad ilimitada detentada por un ente abstracto llamado “pueblo”.

El poder hincha. Hincha de manera ilimitada, desmesurada, causa flatulencias de imposible escape, y hace que quien tenga aspiraciones de poder omnímodo se infle, pretendiendo abarcar con su gordura esa imposible totalidad llamada pueblo.

Cualquiera que haya seguido a Hugo Chávez en los últimos años, y haya comprobado su irreprimible tendencia a la obesidad, puede dar fe de ello.

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